Abstract
A mis once años, el Valle del Cauca llegaba hasta una frontera imaginaria entre los municipios de Palmira y Rozo. Más allá de esos límites, para mí, habían unos precipicios enormes donde el río Cauca caía en forma de cascada hasta “el mar de Buenaventura" en él habitaban dragones de mar que tragaban enteros a los incautos que se atrevían a navegar más allá de lo permitido. Estaba claro que mi imaginación desbordada y mi limitado tránsito por el departamento me habían generado una gran expectativa por saber qué territorios existían más allá de los sembrados de caña en los que solía jugar con mis primos.
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